II DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo C. (Ba 5, 1-9; Sal 125, 1-6; Filp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6)

LUCÍA. UNA HISTORIA DE ADVIENTO (2)

Y así fue como Lucía fue entrando cada día un poco más en la oscuridad con esa pequeña oración como compañera. Y, mientras atravesaba los miedos a la soledad y a la impotencia que allí surgían, se dio cuenta de que la vida empezaba a dejar de pesarle tanto y que la esperanza se iba adueñando de ella. Cuando salía a la luz del mundo no le daba, como antes, por quejarse de continuo y criticar lo mal que estaba todo, sino que, aun con dolor, aceptaba la realidad al tiempo que la presentaba a Dios con confianza.

Y sintió que iba entrando en una fraternidad nueva, una fraternidad de hombres y mujeres invisibles para un mundo que se agarra al presente, pero que se le iba revelando como verdadera comunidad de vida. Juana mismamente, que vivía de un futuro de reconciliación, y por eso a los que se acercaban a ella con malas formas los envolvía con un bautismo de paz y de perdón. O a aquellos otros que en cualquier esquina hacían el camino de los demás más ligero, aunque fuera cuesta arriba o estuviera marcado por altos y bajos que no sabían manejar.

Descubrió que esta fraternidad discurría atravesando el desierto de la ciudad y dejaba en ella un camino invisible a primera vista; un camino por el que la vida transcurría con serenidad y paz a pesar de los pesares; un camino que parecía tocarse cuando se sentaban juntos a descansar compartiendo la esperanza. Sus encuentros eran siempre una celebración de ánimo, y cuando se despedían lo hacían con una antigua frase que les nacía del corazón. La frase, a la que habían puesto música, decía así: “Toda carne verá la salvación de Dios”.


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