DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Is 62, 1-5; Sal 95, 1-10; 1Cor 12,4-11; Jn 2, 1-11)
Seguramente si nosotros hubiéramos escrito el evangelio no habríamos empezado dibujando a Jesús como el que hace que la fiesta continúe, como el que da de beber incluso hasta el exceso. ¿No hubiéramos hablado de él como aquel que dice que bajemos un poco la intensidad de la fiesta y nos dediquemos a lo realmente importante, que está en juego nuestra salvación y la salvación del mundo?
Pero, ¿qué es la salvación? O, como la llama san Juan en su
evangelio, ¿qué es la vida? Cuando oponemos estos términos el mundo ni nos
comprende, ni nos escucha.
Jesús empieza su ministerio sumándose a la fiesta de la vida: allí
donde se vive el amor, allí donde se comparte y se expande, allí donde se
celebra hasta la ebriedad. Como si dijera: el amor y la alegría y la amistad
vienen de Dios. No hay resentimiento contra la vida, no hay envidia por una
fiesta que él no celebrará. Jesús así nos enseña a reconocer, disfrutar y
agradecer que incluso antes de que él aparezca (o que aparezcamos los
cristianos) ya está trabajando el espíritu de un Dios de vida y amor.
Pero hay más, porque nadie puede sostener esta fiesta de la vida y el amor. Es aquí donde Jesús, primero a escondidas y luego a las claras en el diálogo con la samaritana o en el templo un poco después, grita: “El que se quede con sed, que venga. De sus entrañas manará un agua que salta hasta la vida eterna”. Esta agua no es sino un amor sin fin, al que no detiene ni nuestra pequeñez, ni nuestras miserias, ni nuestra muerte. Un amor, el de Dios mismo, que cuando se vive deja a su paso verdadera alegría de vivir.
Por eso, al comienzo del evangelio se nos hace ver lo que no vieron
los comensales, que solo la vida de Jesús hace que la fiesta del mundo alcance
su clímax. Y todo para que luego, al escuchar “Tomad y bebed”, nos decidamos.
Pintura: Amber Goldhammer. Estoy en la fiesta del sí.
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