Cuento a modo de meditación. DOMINGO DE PENTECOSTÉS.
I. No entendía cómo
había pasado, pero un día se había despertado teniendo que hacer esfuerzos para
respirar. Nunca lo había pensado, respiraba y ya está. ¿Acaso alguien piensa en
respirar? Se respira y basta.
Pero
ahora no. Desde aquella mañana necesitaba poner voluntad para poder hacerlo.
Por eso, cada vez más se había obsesionado y tenía miedo de que, antes o
después, su voluntad no fuera suficiente para realizar aquel acto antaño tan
simple.
II. Esperó a dejar
de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Qué importaba si él mismo
estaba siempre a un paso de perder el aliento. Apenas encontraba aliciente en
lo que hacía poco eran sus rutinas más queridas y había perdido la serenidad
necesaria para contemplar sereno el fluir cotidiano de las cosas y las personas
que hacían de su vida algo evidente y bueno.
III. Visitó varios
médicos con miedo a la palabra cáncer, pero ninguno encontró en los muchos
análisis que le hicieron nada extraño, ninguno alcanzó a ver ningún cuerpo raro
o deficiencias definidas que estrecharan el movimiento vivo y regalado que poco
antes le permitía una vida abierta más allá de sí misma. Nada, no estaba
enfermo, le decían, pero él sabía que no estaba sano.
IV. Los demás, aunque
él no había dicho nada, empezaron a notar sus estados de ausencia en todo lo
que hacía. Y daba lo mismo si se trataba de sus ocupaciones laborales o de una
conversación casual. Estaba en otro sitio estando allí, y ese otro sitio era él
mismo, atrapado por el querer respirar sin pausa y no poder hacerlo de manera
natural, con miedo a que todo colapsara y él simplemente dejara de ser.
V. No entendía nada
y, por más que buscaba en internet, no encontraba ni diagnósticos ni solución a
lo que le pasaba. Empezó a ver el mundo bajo la amenaza del no-ser. Todo estaba
impregnado de un posible desaliento que vestía su conciencia de un luto
anticipado. Todo parecía muerto mientras existía, muerto antes incluso de
nacer. “Ahora sé que la nada lo era todo, y todo era ceniza de la nada”, se decía, recordando aquel poema de Hierro que, en su
día, solo le había parecido un juego de palabras.
VI. También la
oración se había desalentado en ese esfuerzo por tomar aire por su propia
voluntad y Dios había terminado perdiéndosele entre la hojarasca del bosque
inane de las cosas y los movimientos del mundo que le rodeaba.
VII. Fue entonces,
en una de aquellas noches cerradas e intranquilas en la que no sabía si hacía
más esfuerzo en dormirse para olvidar su situación o por respirar para no caer
en el olvido del sueño total, cuando pasó.
Al inicio le pareció
otro de esos delirios que le habían empezado a visitar. En el claroscuro que
dejaba en su conciencia la situación vio cómo se acercaba un extraño personaje,
por otra parte, conocido, diciendo: ‘No tengas miedo’.
VIII. La vida se le
escapaba entre el sueño y la impotencia, y la última imagen que le
proporcionaba parecía ser la de aquel hombre que no pasaba de aparecérsele como
un ángel impertinente y cínico que le invitaba a una tranquilidad
imposible. ‘No tengas miedo’, qué fácil
y estúpido sonaba.
El
hombre le agarró del antebrazo con fuerza y afecto, y todo su cuerpo, como si
hubiera recibido una aguja de acupuntura, se destensó. Luego, se inclinó hacia
su rostro y sopló sobre su boca una palabra: ‘Abba’. Y en ese mismo instante se
abrió un vendaval en su interior que parecía alentar todo su ser sin someterse
al ritmo de la respiración. ‘Abba’, se decía; ‘Abba’, volvía a repetir. Y así,
hasta que se olvidó de sí mismo y de su afán por dominar y sostener el ritmo de
la respiración y se quedó dormido.
IX. Cuando despertó,
la respiración había vuelto a su ser. A ser ella misma para él, sin más. A ser
la compañera invisible de la que se fiaba sin pensarlo. No sabía qué había
pasado, pero su corazón no dejaba de repetir un balbuceo confiado que llenaba
de vida la vida: ‘Abba’.
X. Y dejó de
preocuparse intentando sostener la vida. Dejó de ensimismarse queriendo atrapar
el ritmo del fluir del mundo en su respiración. También la gente lo notó. Notó
que reía y lloraba, que callaba y hablaba de otra forma, con un espíritu de
indiferencia ante la nada siempre acechante, un espíritu que le hacía tocar
todo como si fuera su propia vida, en un presente fluido de amor vivo.
Y
así fue siempre a partir de aquella noche del día de pentecostés. Siempre hasta
aquella mañana en la que se dejó llevar por aquel vendaval amigo, en la que
murió para vivir del todo.
Pintura de Pat Stacy, Espíritu del desierto.
Sí, Paco, es el divino aliento quien nos salva de nuestra desalentada ordinariez. Gracias.
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