Mañana de Corpus. Apócrifo

Mañana de Corpus.  Apócrifo

Habían venido de Jerusalén, de la herrería más famosa de todas las que estaban dispersas por las ciudades estado de aquella zona. Saúl no se conformaba con ser el señor de Israel, el más alto y fuerte, quería hacer brillar su poder, aparecer revestido de una luz divina y por eso trajo a aquellos artesanos que convertían el metal de la tierra en vestidos de luz y fuerza.

Después de dos largos meses le entregaron la coraza esperada. Henchido de orgullo, convocó al pueblo en el palacio que había construido en Gabaón y, vestido de la presencia que le daba aquella armadura, salió a la terraza a saludar a todos, o más bien a que todos le saludaran a él. Les pareció que el cuerpo de Saúl se había trasfigurado cuando la luz del sol reposó sobre él.

Sin embargo, en aquel mismo momento se le encogió el corazón cuando le comunicaron que el enemigo estaba frente a las murallas de la ciudad. Un enemigo mucho más alto y fuerte que él. Porque, siempre hay uno más grande. Todo su brillo exterior se ahogó en el miedo que se apoderó de su corazón. Toda su gloria se encogió porque su señorío ahora no valía mucho.

El pueblo enardecido que no dejaba de gritar aclamándole, porque al pueblo siempre le gusta el brillo de los grandes, fue bajando el volumen de sus aclamaciones y empezó a abandonar la plaza y a recoger sus pertenencias por si había que huir a la carrera.

En ese momento David, un pequeño muchacho que traía el pan de un pueblo cercano llamado Belén[1], atravesaba el patio. No sabía qué pasaba, pero cuando le contaron la situación, en vez de salir corriendo a su casa con su padre, que ese día le había acompañado, le comentó: “¿Por qué no confían en Dios? Si el profeta le eligió, ¿cómo va a abandonarle ahora Adonai?”

Los que lo escucharon, y fueron casi todos, no sabían si escandalizarse del atrevimiento o asombrarse de su fe. Pero se dijeron unos a otros: “Bah! Es un niño, todavía no sabe nada de la vida”.

Él se volvió a dirigir a su padre: “No me has enseñado que el tronco de Israel tiene su raíz en el Señor. Pues entonces, ¿por qué temer?[2]

Entonces Saúl, que no dejaba de entrar y salir nervioso del salón del trono y había escuchado la conversación, se quitó la coraza y se dirigió con ella a aquel joven hermoso y atrevido, y le dijo: “¿Lucharías por nosotros? Ponte mi coraza”. Y sin que el chaval pudiera decir nada se encontró encerrado allí dentro. Le quedaba grande de todos los lados y, aun así, sentía que oprimía su cuerpo y su corazón como una estrecha mazmorra.

Esto estaba leyendo en la terraza de un bar de Toledo aquel hombre extraño con pinta de turista mientras hacía tiempo para ver pasar aquel espectáculo del que tanto le habían hablado. Efectivamente, cuando llegó todo era grandeza y brillo, solemnidad y fiesta. Una carroza esplendida, ropas luminosas y gestos armonizados. Sin embargo, él se había quedado intrigado por cómo terminaría aquella batalla que parecía avecinarse en el viejo libro que se había traído para las vacaciones.

David se quitó la coraza, y antes de salir fuera de las murallas a cortar el paso a los enemigos, volvió sobre sus pasos y cogió el saco que había traído con su padre al palacio de Saúl, y le dijo a un amigo con el que siempre se encontraba al subir a la ciudad que le ayudara con una pequeña mesa.

Salió a campo abierto, puso la mesa delante de sus enemigos[3] y gritó: "Yo solo vine a traer el pan". 

El turista levantó la cabeza del libro y, entonces, vio cómo algunos de los que iban en la procesión, olvidándose de sus ropas de domingo y de la fila disciplinada y orgullosa en la que iban, se arrodillaron interrumpiendo la procesión y dejaron de mirar aquella gran coraza dorada que les acompañaba con sus ojos perdidos en nadie sabía qué. Después de un tiempo y muchas críticas contaron que habían contemplado la carne que traía la salvación, y no se parecía en nada a la de Saúl.



[1] Belén significa casa del pan.

[2] Isaías 11,1-9

[3] Salmo 23,5.

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