DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Neh 8,2-10; Sal 18,8-15; 1Cor 12,12-30; Lc 1,1-4; 4,14-21)

Uno de los hechos que más nos hiere es que no nos dirijan la palabra. Cuando esto sucede sentimos que quedamos al margen de la vida, inutilizados por la indiferencia de los que nos rodean. Muchos en nuestro mundo sufren esta situación y todos tenemos miedo de que esto nos suceda. ¿Quién no ha tenido la sensación de haber sido olvidado (incluso si no es verdad) cuando no ha recibido una palabra que esperaba?

Además, nuestras palabras son muy volubles, “se las lleva el viento” decimos. Experimentamos constantemente nuestra falta de voluntad para comprometernos con ellas, incluso con las más verdaderas. Y esto hace que la desconfianza en los demás tenga nido en nuestro corazón. 

El evangelio de hoy, seguimos en el inicio del año litúrgico, nos recuerda que no estamos olvidados porque la Palabra de Dios se ha dirigido a nosotros. Dios mismo se ha vuelto para dirigirnos una palabra de vida. No como una palabra de aliento que nos atraviesa como un suspiro fugaz de alivio difuminándose apenas pronunciada. Esta Palabra se ha hecho carne y se concreta en un cuerpo que nos mira, que nos escucha, que nos toca, que está-con-nosotros sin vuelta atrás.

La Palabra que Dios venía pronunciando a lo largo de la historia no parecía encontrar asiento y siempre se la llevaba el viento de nuestra inconstancia, pero en Jesús la Palabra y la carne se unen y ya nada separará esta Palabra de vida de nuestro lado.

Hoy escuchamos que en Jesús llega el hoy eterno de Dios para el mundo, el año de gracia que se hará fuerte hasta acabar con toda desgracia. Por eso, como dice Esdras en la primera lectura, es un día de fiesta, el gozo en esta Palabra del Señor a nosotros dirigida es nuestra fortaleza.


Pintura: Fabio Santos, Cristo en la favela

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