DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Jer 1, 4-5.17-19; Sal 70, 1-4a.5-6.15.17; 1Cor 12,31-13,13; Lc 4, 21-30)

“Hoy se ha cumplido la Escritura que acabáis de oír”. No ayer ni mañana, sino hoy. Aquí y ahora, en el momento en que Jesús se pronuncia para nosotros. Porque en ese mismo momento se abren las puertas del cielo y Dios sale a nuestro encuentro, porque en ese mismo momento su futuro de vida se nos ofrece como propio, porque en ese mismo momento se fija el camino de una vida verdadera y santa y de un horizonte imborrable, porque en ese mismo momento nuestros ojos, por fin, dejan su mirada ensimismada y contemplan el mundo en su auténtico sentido, el mundo como espacio de fraternidad viviente.

Pero, de repente, como si una espina en la carne lo atravesara, el hoy de Cristo parece encogerse en nuestro corazón herido por nuestros dolores y pecados y volverse una visita inútil, una aventura irreal, una ensoñación infantil. Y pedimos pruebas y, en ese mismo instante, nuestra desconfianza va empujando a Cristo hacia el borde periférico de nuestro corazón, hacia las afueras de nuestra vida, y podemos comprobar hasta qué punto no solo los profetas no son recibidos en su tierra, sino cómo a la misma vida que Dios nos dio le cuesta reconocerse como suya con fe.

Y aunque parece que Jesús se marcha, no hace más que seguir su camino para, en el siguiente versículo de nuestra vida, seguir luchando con los demonios que nos tienen enajenados de nuestra verdad más honda.   

En nuestro camino sufrimos muchas derrotas, pero la fidelidad de Dios en Cristo es nuestro hoy continuo, el hoy que nos salva. Por eso, incluso desde nuestra torpeza podemos decir: “A ti, Señor, me acojo, no quede yo derrotado para siempre”.


Pintura de Mike Quirke, Jesús enseñando


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