SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR (CICLO C) (Is 60, 1-6; Sal 71,1-13; Ef 3,2-3a.5-6; Mt 2,1-12)

¿Qué rey busca otro rey para arrodillarse ante él? ¿Qué hombre busca a otro hombre para someterse a él? Es esta situación extraña que nos presenta el Evangelio, que se refuerza por las palabras engañosas de Herodes, que afirmando que quiere ir a adorarlo lo buscará para matarlo, la que puede abrirnos una puerta para entrar en el texto. De hecho, los que llamamos reyes no son reyes, sino magos o sabios. Y quizá quede todo dicho con esta anotación, pues de eso se trata, de descabalgarse de nuestras ínfulas de ser reyes de la vida y someternos a aquel que nos la da. Esta es la verdadera sabiduría cristiana, porque, como hemos escuchando en estos días en el prólogo de san Juan, “en él está la vida, y la vida es la luz de los hombres”.

Por eso los magos, los sabios, transfieren a Jesús los signos de la realeza: el oro, el incienso y la mirra. Porque solo vividos por Jesús estos dones se hacen fuente de vida. Por eso, solo recibiéndolos de él, viviéndolos en su Espíritu, alcanzamos la realeza, el señorío de nuestra vida y nos convertimos en vida para el mundo.

Y es que la riqueza (el oro) suele esclavizarnos y de su mano hacernos esclavizar a los demás; el buen olor o la imagen que dan los dones con que hemos sido bendecidos (el incienso) suelen hacernos mirar a los otros con desprecio; y la desgracia o la muerte (que intentamos disimular con distintas formas de mirra) suelen hacernos desesperar. ¿Y si nos arrodilláramos ante el Señor sin temor, con la alegría de los magos, y le entregáramos lo que somos para que alcanzáramos la vida verdadera?


Pintura de He Qi, Adoración de los magos.

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