DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Jer 17, 5-8; Sal 1, 1-6; 1Cor 15, 12.16-20; Lc 6, 17.20-26)

No conviene engañarse y pensar que la bienaventuranza que ofrece Jesús coincide con el bienestar emocional. Jesús sabe que el hombre apenas puede sostenerse bajo el peso y las contradicciones de este mundo y que antes o después cae, que no tiene ni tendrá nunca un poder omnímodo para cambiar situaciones que le hacen sufrir; y que, por tanto, tendrá que atravesar páramos de dolor, desiertos de soledad y angustia, que tendrá que convivir con momentos de angustia e impotencia desgarradora.

La palabra de Jesús no promete facilitar el camino o serenar el alma, sino injertarla en un tronco vivo y vivificador que no dejará, pese a todo, que se pierda. Por eso las bienaventuranzas deben ir acompañadas por el anuncio de la resurrección. Como dice Pablo: “Si Cristo no ha resucitado nuestra fe no tiene sentido”. Y es que en Jesús resucitado comprendemos que era verdad que Dios se ofrecía como hogar vivo de amor eterno donde sostenernos y hacer fecunda nuestra vida.

Al confiar en él dejamos de confiar ingenuamente en nuestro poder, en todo lo que nos hace creer que estamos seguros y protegidos, y que, ofuscando nuestro corazón, nos separa de los demás convirtiéndonos en tierra maldita, es decir, en desiertos donde los demás no puede encontrar vida.

La alegría del evangelio va de la mano de la esperanza, es una alegría difícil, una alegría extraña a los caminos del mundo que son los únicos que parecemos conocer. La bienaventuranza no se recibe mediante prácticas de pacificación del corazón, se recibe en un oscuro camino de fe, de amor y de esperanza en Dios.


Pintura: Beatitude.

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