DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (1Sam26, 2-23; Sal 102; 1Cor 15, 45-49; Lc 6, 27-38)

Cuando uno ha sido despreciado o maltratado y oye las bienaventuranzas de Jesús descubre su verdadero ser, aquel que Dios pensó para él: “Bienaventurado tú porque tienes sitio en mi Reino”. De esta manera, toma conciencia de que su vida es valiosa y que, en última instancia, está protegida por Dios. Si uno se entrega a la bienaventuranza, si la acoge en su corazón, puede quedar libre del miedo y comenzar a vivir con una libertad de espíritu que no necesita afirmarse a través de las habituales luchas de poder y prestigio del mundo.

Sin embargo, puede pasar que este respaldo de Dios lo vivamos como una afirmación de nuestra superioridad sobre aquellos que nos habían herido, y se instale el resentimiento en nuestro corazón. Entonces la bendición de Dios no alcanza a convertirse en bienaventuranza, sino que queda presa de la espiral de luchas y conflictos de nuestras relaciones.

Es aquí donde, después de las bienaventuranzas del domingo pasado, se proclama la palabra del Evangelio: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os persiguen, orad por los que os calumnian”. No quiere Dios que permanezcamos en posición de víctimas, sino que no pasemos a engrosar las filas de los que, después de haber padecido, juzgan el mundo con el mismo desprecio que antes padecían. Por el contrario, con estas palabras Cristo traza un tipo nuevo de relaciones que, si es verdad que supone cargar con la cruz, abren las puertas a la verdadera bienaventuranza para todos.

La radicalidad de este camino supera con creces nuestras fuerzas. Por eso, la vida cristiana supone un seguimiento continuo de Jesús en el que su Espíritu vaya sanando nuestro corazón y arraigando nuestra voluntad en su designio de salvación para todos.


Pintura: Jane Campbell, Jesucristo príncipe de la paz

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