DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Eclo 27, 4-7; Sal 91; 1Cor 15, 54-58; Lc 6, 39-45)

Una de las señales de que el Espíritu de Dios está en nosotros es que sabemos distinguir el bien del mal. Ahora bien, también este don de Dios, necesario para la construcción del mundo, se puede pervertir, como cuando el agua pura de un manantial atraviesa un estrato de tierra con sustancias nocivas y se envenena.

Es aquí donde se sitúa la advertencia del Señor. No es que percibir el mal en los otros sea malo, por el contrario, es un signo de salud. Jesús mismo lo distinguía con nitidez. Aquí se apunta a otro tema, a ese intento de querer someter al otro a una purificación de su vida sin tener en cuenta que la nuestra la necesita igualmente. Y no es que no haya que advertir al otro y ayudarle a salir de las trampas de su pecado, si esto fuera así no tendría sentido la corrección fraterna y esta es necesaria. El problema está en ese movimiento inconsciente que hace que, al ver el mal fuera de nosotros, nos identifiquemos demasiado deprisa con el bien y queramos ser maestros sin asumir a la vez el puesto de discípulos. Todos sabemos cuántas veces utilizamos el pecado de los otros para esconder el nuestro.

Con el evangelio de hoy Jesús nos invita a caminar juntos, sabiendo que todos estamos atados a sutiles formas de negación de nuestra connivencia con el mal y, por tanto, a hablar y escuchar con humildad. Somos invitados a caminar en la escucha humilde del único maestro verdadero, Él mismo. Solo así podremos ser maestros unos de otros.

En el fondo, el Señor nos advierte que la lucha a la que nos llama el evangelio es, sobre todo, una lucha contra nosotros mismos.


Pintura: Takahiro Kimura, Ego-Alterego


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