DOMINGO I DEL TIEMPO DE CUARESMA. CICLO C (Dt 26, 4–10; Sal 90, 1-15; Rom 10, 8-13; Lc 4, 1-13)

En el Evangelio de hoy, el Espíritu de Dios parece actuar en Jesús como un verdadero psicoanalista. No hace más que, con su presencia, llevar a Jesús a lo más profundo de su humanidad donde las fuerzas oscuras que nos habitan toman el control sobre nosotros desquiciando la vida, sacándola de sus quicios verdaderos, convirtiéndola en un lugar de miedo, angustia, soledad y violencia.

Así el Espíritu, discretamente, va haciendo percibir el origen de los males del mundo en el propio interior de Jesús y, cuando parece que lo deja solo ante ellos, se convierte en el aliento de sus palabras salvíficas. De esas palabras que, incluso oprimidas, pronuncian el camino verdadero de la vida: “No solo de pan vive el hombre”, “solo adorarás a Dios, porque solo él es Dios”, “confiarás y no tentarás al Señor”. 

Y Jesús se deja llevar allí, realmente esto es la encarnación, para revivir nuestra vida de otro modo, con la fuerza filial del Espíritu, con el Aliento proexistente del amor de Dios.

Quizá la cuaresma, la litúrgica y la de la vida, consista en dejar que el Espíritu nos lleve a los sótanos escondidos donde no sabemos por qué los miedos de no ser nada tienen atada nuestra confianza filial, los deseos de poder y bienestar a los impulsos de la vida, la adoración de nosotros mismos a la presencia poderosa de Dios. 

No se puede ser cristiano sin atravesar estos desiertos interiores, no se puede encontrar el amor y la misericordia de Dios sin bajar a estos sótanos donde es crucificado el Señor y donde resucita de continuo con una misericordia empeñada en que lleguemos a la tierra prometida.


Pintura: MIchael O'Brien, Tentaciones de Cristo en el desierto.

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