DOMINGO IV DEL TIEMPO DE CUARESMA. CICLO C (Jos 5,9-12; Sal 33,2-7; 2Cor 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32)

No pocas veces los creyentes sentimos que el mundo está perdido, que apenas tiene solución, que un espíritu de lejanía de Dios ha atrapado a los hombres y los empuja a dilapidar la herencia recibida en una espiral de vanidad, prepotencia y ensimismamiento.

Esta mirada crea en nuestro corazón, a partir de una verdad evidente, dos mundos irreconciliables. El de los otros, sometidos a este espíritu del mundo, y el nuestro en el que no habríamos sucumbido o en el que, al mantenernos en vela y lucha, seríamos más de Dios.

Sin embargo, la mirada de Dios no se sitúa de esta manera. Cada día asoma con su misericordia esperando encontrar la forma de reunirse con ese mundo lejano que, incluso cuando está contra Él, siempre siente como suyo. Y demasiadas veces nuestro corazón creyente no percibe el latido del corazón de Dios siempre anhelante de que los suyos, incluso si no le reciben, sigan siendo suyos, de su vida, de su amor.

Y este es el sentido de la encarnación del Hijo que podría resumirse con las palabras de la parábola de hoy en la que el hijo recoge toda su herencia y en un país lejano la derrocha viviendo perdidamente.

Porque, a la vista del calvario, todo parece haber sido un derroche perdido en un país sin Dios. Y, sin embargo, ahí está nuestra salvación, porque su vida ha sido, como afirma la carta a los Efesios, un derroche para con nosotros que nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad: su amor fiel y salvador.

Por eso, y utilizando el refrán, podríamos decir que no es suficiente hacer lo que Dios manda, sino que es necesario ser como Dios manda, ser como Dios es y no como dicta la mirada de nuestro corazón que, aun siendo creyente, también está infectado del espíritu divisor del mundo.


Pintura de Michel Keck, Cruz.

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