DOMINGO III DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C (Hch 5, 27b-32.40b-41; Sal 29, 2-13b; Apoc 5, 11-14; Jn 21, 1-19)

Por dos veces el evangelio de hoy nos dice que los discípulos estaban juntos: así estaban y así subieron a la barca. Por más que nos sintamos solos y dispersos hay algo que continuamente nos reúne, según Juan. Este estar juntos parece responder a dos situaciones diferentes: el vivir la misma vida, con sus dificultades y alegrías, en medio de sus trabajos y descansos; y el subir a la barca (de la Iglesia), estar llamados a una vocación donde se plenifique nuestra vida, donde el pescar se haga sobreabundante. Es así como empieza este evangelio que continuamente se repite entre los hombres y mujeres de la historia.
Y aquí estamos nosotros en medio del mundo y en medio de la Iglesia. Junto a todos, como dice el Concilio Vaticano II, en “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”; y juntos en esta Iglesia nuestra que no sabe por qué sus redes parecen no recoger nada ya, al menos en esta parte del lago desde donde yo escribo. 
Y en medio de esta situación, tan habitual, en la mañana de cada día, el Señor, conocido y desconocido a la vez, nos llama (“Muchachos, amigos”) desde su vida ya consumada, una vida abierta, que espera alimentar a los que llegan con su vida llena o vacía. Y nos dice, aun cuando él ya tiene la mesa puesta: “traed alguno de los peces que habéis pescado”. Y se unen en esa mesa la vida plena de Jesús y la nuestra a medio camino.  
Parece que el evangelista quisiera que abriéramos los ojos a este encuentro con Jesús que celebramos cada domingo, en el que por debajo de su ropaje pobre o exuberante, Jesús resucitado recoge nuestra vida y la une a la suya para alentarnos; a ese espacio donde su vida resucitada tiene espacio para la nuestra, más aún, que la espera como suya propia.
Y por eso, a pesar de nuestras torpezas, fracasos o infidelidades podemos ver en esa mesa la renovación de la confianza eterna con la que Dios nos bendice de continuo, y también cómo su amor se une con el nuestro, como le sucedió a Pedro. Entonces todo adquiere sentido, esperanza; y podemos volver a ser pastores de la vida a la que Dios nos envía.

Pintura de John Relley

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