LA AGONÍA DE LA RESURRECCIÓN
No pocas veces la predicación de la resurrección se hace de manera bastante ingenua, como si se estuviera hablando del fin de las penas y la irrupción de una alegría ya continua, o de la implantación de una paz que deja impotente la voracidad de la injusticia, o de la llegada de un reino de salud que se impone sobre toda enfermedad y muerte. Sin embargo, no es así. El mismo día que se celebra la resurrección algunos enferman gravemente o mueren, se comenten injusticias que golpean a los más débiles, y las preocupaciones, angustias, depresiones, tristezas… parecen seguir como si nada.
De hecho, en los dos evangelios que se leen en el domingo de Resurrección (el de la Vigilia Pascual y el de la misa del día) ni siquiera se hace presente Cristo. Su presencia vendrá después de un itinerario de miedo, de llanto, de incredulidad… incluso cuando se afirma que él ya está resucitado.
Y es que la resurrección no resuelve los problemas de la vida, como la religión no es un escudo protector contra sus penalidades. El teólogo Adolphe Gesché utilizó una expresión paradójica para hablar del proceso por el cual Cristo resucitado se hacía con el dominio de la realidad. Él hablaba de la agonía de la resurrección.
Y es que lo que realmente celebramos
es que Cristo ha resucitado, y que
este acontecimiento puede salvarnos si acogemos el Espíritu que derrama sobre
el mundo. Desde este Espíritu, su mismo amor habitándonos, podemos decir que
Cristo mismo está a la espera de resucitar totalmente en nosotros. Aunque, si
creemos que él ha resucitado, podemos confiar en que su Espíritu irá
transformándonos hasta participar totalmente de su plenitud de vida (Rom 8,11). Mientras,
y sabiendo que él no separa el Aliento dado de nuestro interior, que no deja de
amarnos o de interceder por nosotros (todas expresiones para significar lo
mismo), hemos de caminar con la fuerza de la fe que nace al aceptar este
mensaje.
Aceptar esta fe supone abrirse a las semillas de resurrección o de amor que atisbamos ya aquí, en este cuerpo nuestro que habrá de morir, en esta historia nuestra donde habrá que sufrir las injusticias, en este corazón que tendrá que agitarse en sus preocupaciones. Habrá injusticia, pero no olvido de los que sufren; habrá llanto, pero no desconsuelo; habrá muerte, pero no anonadamiento. Y esta es la paz que nos ha prometido Cristo con su resurrección de forma que podamos caminar con fortaleza y esperanza sosteniéndonos unos a otros. Todo esto necesita fe y coraje. Lo demás, aunque lo oigamos en alguna predicación, no son más que cuentos de hadas.
Como afirma Jesús mismo: “Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Pintura de Oliver Pfaff, En el centro de la luz.
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