DOMINGO V DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C (Hch 14, 21b-27; Sal 144, 8-13; Apoc 21, 1-5a; Jn 13, 31-35)

El amor de Dios, aquel que Jesús ha desplegado sobre el mundo, siempre tiene algo de paternal o maternal, pues tiene la cualidad de ser atraído, sobre todo, por los necesitados, por aquellos que experimentan bien la falta de algo necesario para vivir con holgura y serenidad, bien el peso de algo que les oprime y no les deja ser lo que están llamados a ser.
Así, aunque es verdad que Jesús ha llamado a los discípulos ‘amigos’, en este momento especial, donde los deja a cargo de su misma misión de amor (“como yo os he amado, amaos también unos a otros”), les llama “hijitos”. Ahora bien, este amor no es paternalista, sino de ida y vuelta, por eso Jesús mismo, que ha venido a cuidar de ‘los suyos’, al mismo tiempo se deja cuidar por ellos, por eso su amor no es prepotente y no humilla.
Y hay que tener esto muy en cuenta, porque demasiadas veces la preocupación por los demás esconde un cierto veneno en su interior, pues la vivimos, incluso sin querer, con una sensación escondida de superioridad, un sentimiento que la degrada.
La misma vida del amor trinitario, que comienza con el Padre como fuente de todo, termina siendo, o es a la vez, una especie de círculo espiritual donde nadie es más que nadie pues todos comparten la misma naturaleza. He aquí el camino en este arte del amor donde es necesario vivir de continuo el Espíritu del Padre y del Hijo para que nazca la alegría de la comunión.

Pintura de Lemon Lizzie, Abrazo de grupo.

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