DOMINGO VI DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C (Hch 15, 1-2. 22-29; Sal 66, 2-8; Apoc 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29)

“El que me ama guardará mis palabras”, dice el Señor. Y agachando un poco la mirada quizá nos atrevamos a decir: “Señor, tu lo sabes todo, tú sabes que te amo”, con conciencia de que no siempre las hemos guardado.

Seguramente deberíamos aceptar, sin dar lugar a componendas hipócritas, que la palabra del Señor, su misma vida, es siempre demasiado grande para nosotros, y que, por eso, siempre iremos detrás de él en un camino serpenteante que se entretiene una y otra vez con palabras que no dan vida, aunque nos resuelvan algunos problemas o nos den pequeños momentos de ‘gloria y gozo’. 

Me atrevo a pensar que “guardar la palabra” no sería para Jesús simplemente cumplirla, sino que podría significar sobre todo atarse a ella, como Ulises se ató voluntariamente al mástil de su barco mientras pasaba entre Escila y Caribdis. Él lo hizo porque quería oír el canto de las sirenas mortales sin morir, nosotros sabiendo que incluso si no queremos escuchar sus palabras seductoras, nuestra voluntad es torpe y débil para mantenerse firme.

Así “guardar la palabra” sería volver siempre a ella, volver siempre a Jesús, salir siempre al mundo desde ella, aunque a veces lo hagamos heridos o avergonzados, dejando que el Espíritu nos vaya recordando la salvación que el Señor nos ha dado a vivir.

Así, en cada diálogo con ella, sentiremos que se renueva la amistad de Jesús invitándonos, como decía Juan de la cruz, a entrar “más adentro, en la espesura” de su vida y de la del mundo.

 

Pintura de Jorge Cocco. 

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