DOMINGO VII DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C FIESTA DE LA ASCENSIÓN (Hch 15, 1-2. 22-29; Sal 66, 2-8; Apoc 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29)
Los hombres conocemos diversidad de cielos: el cielo protector, sereno, luminoso, acogedor como una bóveda que pacifica la vida, pero también la amenaza de un cielo arbitrario e indiferente a nuestras necesidades, un cielo oscuro y amenazador. Conocemos el cielo estrellado, bello y luminoso en su misma oscuridad, pero también el cielo invisible y opresivo de las noches que oscurece el corazón y lo llenan de miedos.
Conocemos igualmente diversidad de nubes que lo adornan o lo ocultan: cirros fríos que, sin embargo, indican buen tiempo, cúmulos esponjosos que relajan la mirada que se eleva a la inmensidad del azul celeste, nimbos que se presentan siempre amenazantes, vestidos de un gris violento, llenos de agua incontrolada y dañina.
Estas experiencias simples han servido a los hombres como signo de lo
divino, como signo de un poder que los envolvía y que se presentaba ambiguo,
que alternaba bendición y maldición, belleza pacificadora y violenta fealdad.
Es en este contexto donde la fiesta de la ascensión nos indica, a través de
este signo que el corazón del cielo y de las nubes, el corazón mismo de la
divinidad no tiene otra forma de vida más que la que hemos conocido en Cristo,
la de su amor compasivo y protector.
Por eso, la ascensión no
es un viaje de Cristo a otra parte, sino la afirmación de que la divinidad, por
más que a veces nos parezca lejana como el cielo infinito, no es sino un abrazo
eternamente protector, y por más que en nuestro corazón la vida de Dios se
exprese envuelta en sentimientos a veces desconcertantes y amenazadores, no es
sino una presencia escondida que siempre nos busca para empaparnos de gozo y
serenidad.
Pintura de Nathan M. Phillips, La ascensión de Jesús.
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