DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Is 66, 10-14c; Sal 65, 1-20; Gal 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20)

Cuando pensamos en el envío de los discípulos que hace Jesús y que hoy nos refiere la Palabra de Dios la imagen inmediata que nos viene a la mente es la de aquellos que dejan su familia y su tierra para anunciar el evangelio lejos. Aunque esta es una interpretación consecuente con el texto, hace que sus palabras no las sintamos dirigidas a nosotros. Sin embargo, el texto dice: “Los envió a todos los lugares que pensaba visitar”, y esto nos sitúa a todos en el interior de la misión, porque el Hijo de Dios no se ha encarnado para “visitar” una parte de lo real, sino para convertirlo todo en su propio cuerpo de vida y entregarlo al Padre para bien de todos (1Cor 15,28).

Esto significa que el viaje que hemos de hacer para evangelizar es para unos pocos muy grande y para la mayor parte de nosotros muy pequeño. Basta entrar en el mundo que tenemos a mano, el mundo concreto de cada día, con la conciencia de que es un lugar que Cristo quiere visitar, que quiere hacer suyo en el amor, y hacer todo lo posible para evangelizarlo, es decir, para pronunciar con nuestras palabras y con nuestras acciones la buena noticia de que es amado por Dios y que puede convertirse en un lugar de gracia y vida.

Aquí entramos todos, solo hace falta relacionarnos con lo que nos rodea y con los que nos rodean sin dejar que el polvo de los intereses mezquinos que llevamos pegados al corazón convierta el paraíso que podemos ser en un desierto voraz donde Dios se vaya difuminando, incluso si pronunciamos su nombre.

Hemos de recordar, como afirma Jesús, que nuestros nombres están inscritos en ese cielo que es Dios mismo, cuyo ser se busca de continuo dar a luz en nosotros. Y esto ya es un buen motivo para vivir con esperanza y ofrecer el amor vivido que la sostiene.   


Pintura: Flor Colllage 


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