DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Dt 30, 10-14; Sal 68, 14-37; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37)
La pregunta que da origen a la parábola del buen samaritano está atravesada por una ambigüedad que demasiadas veces pasa desapercibida: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta el maestro de la ley. Parecería haber un comportamiento que tiene como premio una cosa distinta de lo que sucede en torno al mismo comportamiento y, por tanto, lo que habría que hacer, en este caso ser misericordioso, sería funcional, es decir, algo para conseguir otra cosa distinta.
Sin embargo, en Jesús, la misericordia no es la forma de alcanzar algo distinto (una buena vida, llamémosla cielo o vida eterna), sino la manera de manifestar la vida de Dios que se comparte. Por eso, la verdadera pregunta que el maestro de la ley no hace, y que la mayor parte de las veces tampoco nosotros queremos hacer, es: ¿Cómo tengo que ser para que la vida eterna se exprese en mí, para vivir ya la vida de Dios?
Por el primer camino, la misericordia se convierte en un fardo pesado
que hay que cargar; en el camino de Jesús aparece, por el
contrario, como el tesoro oculto donde se esconde la verdadera vida.
Por eso, la parábola del buen samaritano, no es la expresión del
descubrimiento de un nuevo y definitivo mandamiento para agradar a Dios, sino
la expresión del ser de Dios que se hace presente a través de Cristo en la
historia, que se nos ofrece como forma eterna de ser.
El maestro de la ley que llevamos dentro buscará siempre convertirla
en ley y regatear, como, en otro contexto, hizo Pedro con el perdón cuando
preguntó: ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Sin embargo, Jesús nos invita a
dejar que Dios mismo nos dé un corazón espiritual que se deje llevar por una
vida eterna que ya puede expresarse aquí y ahora, y que mostrará su floración
total a la vuelta del Señor.
Pintura de Jared Small, The Good Samaritan.
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