DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Eclo 1,2; 2,21-23; Sal 89, 3-6.12-14.17; Col 3,1-5.9-11; Lc 12,13-21)

“Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba”, nos dice este domingo la lectura de Colosenses. Pero, ¿qué son los bienes de arriba? Quizá se refiera a eso que decimos en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, porque el arriba es el cielo y el cielo no es otra cosa que la vida misma de Dios no contagiada por las miserias de los hombres en la tierra. 

Hay un lugar donde estas miserias se concentran de una manera especial en ricos y pobres, creyentes y ateos, sabios e ignorantes: las herencias. Es en este tema donde hoy se detiene el evangelio. En ellas no se lucha solo por el dinero y los bienes, sino que en ellos se reavivan las pequeñas luchas de poder vividas desde la infancia y los sentimientos de humillación experimentados que ahora, en el momento de la herencia, se reavivan. La herencia es uno de los test que nos dice si el lugar destinado a aprender a amar, la fraternidad de sangre, ha logrado su destino o ha fracasado estrepitosamente. Superar el tests no es nunca indoloro, se deben atravesar muchos momentos de enfrentamiento, muchos roces, muchas distancias, mucho dolor… sin dejar que nos definan. La cuestión es si la tentación de ser más que el otro (o creérnoslo) o no ser menos (o creérnoslo) nos vence o, por el contario, si la esperanza de una fraternidad vivificadora nos alienta hasta superar la atracción del odio que se siembra en nuestra torpeza para vivir juntos.

El amor, que es la verdadera vida ‘de arriba’, nunca se tiene del todo, se va recibiendo en una lucha crucificante, pero que, como vemos en Cristo, alcanza la resurrección. Así pues, fijos los ojos en Jesús que soportó, sin dejar de amarnos, el desprecio de los hombres cuando quiso hacernos sus hermanos, aprendamos a distinguir el camino de la vida y a separarnos de los caminos de la muerte que nos seducen, ya desde el inicio en la familia, con la atracción del poder, la riqueza y el prestigio frente a los otros.

Pintura: Milan Heger, Mi hermano y yo.

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