DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Sab 18, 6-9; Sal 32,1.12.18-19.20.22; Hb 11,1-2.8-19; Lc 12,32-48)
La forma de hablar de Jesús en el evangelio de hoy deja rastro de la Iglesia a la que se dirigía el evangelista que ordenó las palabras y los recuerdos que tenían de él.
Jesús se dirige a los suyos con una expresión de afecto: “No temas pequeño rebaño”. Más allá del afecto que supone, un afecto en el que podríamos recogernos cada día mientras abrimos la mirada a los quehaceres y relaciones cotidianas (bastaría esto como anotación-comentario al evangelio con la invitación a ponerlo en práctica esta semana que inicia); y más allá de que la expresión está en plural, como si para recibir su presencia y su aliento tuviéramos que estar juntos; más allá, esta expresión refleja que los que están delante de Jesús son pocos y pequeños, y que tienen motivos para temer el peso de la vida y la presión de los poderosos (del tipo que sean).
No habla a una Iglesia a la que el Padre parecería haberle dado el
prestigio y el poder en medio del mundo, como aquella en la que hemos vivido
hasta hace no mucho. No, a los suyos Jesús les invita a confiar en que tienen
como promesa la participación en el Reino, la participación en una sociedad de
acogida mutua, de justicia, de paz que empieza a experimentarse cuando juntos
acogen la vida misma del Pastor, de Jesús, que es eterna. Es importante
reflexionar sobre esto para que aprendamos a situarnos ahora en una sociedad en
la que ya apenas contamos. Deberemos tener cuidado con esas quejas y esas
críticas a la sociedad, que tienen detrás no una denuncia profética y fraterna,
sino el resentimiento de no ser ya los poderosos de la sociedad, los que marcan
sus movimientos.
Más aún, a los que pertenecemos a este pequeño rebaño (leasé insignificante), Jesús, dando otra vuelta de tuerca con sus palabras, nos pide que nos hagamos pequeños también de otros poderes si los tenemos: “vended vuestros bienes y dad limosna…”.
Pero claro, esto solo puede entenderse si hemos descubierto en Jesús un tesoro ante el que palidecen todos los bienes del mundo que, aunque dados por Dios, tienden a hacerse ídolos y separarnos de la verdadera vida.
Pintura de Yong Sung, Luz en mi alma.
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