UNA DE CINCO. Apócrifo de la transverberación de Santa Teresa.
Siempre había sido un poco soñadora, al punto de que en no pocas ocasiones la habían llamado la atención porque se quedaba como ida, fuera de lugar, sin que las conversaciones que la rodeaban o los ruidos que se producían la inmutaran. Y se decían: A dónde llegará, si parece que vive en otro mundo esta chiquilla.
Y ahora estaba allí, en un duermevela inquieto, a la espera del señor que se hacía esperar. No estaba sola, la acompañaban otras jóvenes venidas de los cuatro rincones del reino que estaban repartidas por la casa cada una con sus ajuares, cada una al cuidado de sus galas para impresionar a aquel señor con el que todas, alguna vez en la vida, había soñado mezclando el deseo y el miedo.
Nadie supo quién
gritó la primera, pero no hizo falta mucho más para que el trajín se apoderara
de la casa y todas se adornaron con sus mejores ropas y los aceites que habían
traído de sus casas. También ella lo hizo, aunque al asomarse por la ventana y
ver el porte majestuoso del señor quedó paralizada. Se sintió tan ridícula
intentando aparentar una belleza a la altura de aquel señor. Empezó a sentirse
pequeña, más pequeña, aún más; y su corazón comenzó a estrecharse angustiado y
a latir sin orden al imaginar la mirada de desprecio que la dirigiría. Mientras,
observaba cómo las otras no terminaban de acicalarse ensimismadas. A algunas
los perfumes y aceites que habían traído les debían parecer poco para impresionar
al señor y pedían prestados a las otras.
No pudo moverse ya,
por más que las otras la animaban a sonreír y a salir al encuentro del señor.
Permanecía inmóvil, sentada en un rincón, herida hasta el fondo de su alma al
percibir su pequeñez, esa pequeñez que las demás no parecían sentir, pues se
movían coincidiendo con sus ropas y sus aromas. Supo que debía volver por donde
había venido, que ese no era su sitio. Y creyó que su corazón quedaría herido
para siempre, sabiendo cómo había comprendido que nunca sería digna del amor.
Y fue entonces
cuando sintió que alguien se había sentado junto a ella, que la tenía de la
mano y que la acercaba a su corazón, a un corazón herido, como el suyo estaba
ahora. Quiso alzar la vista para ver quién era, pero no le hizo falta, pues
sabía que era él. Supo que la había elegido cuando el dolor de su corazón se
llenó, sin saber cómo, de un gozo inefable. No hubiera sabido explicar cómo se
había difuminado la distancia, cómo el dolor y el gozo se mezclaban en su
pecho, pero ahora estaba donde había soñado siempre sin poderlo imaginar nunca.
Y se dio cuenta de que
todas las demás habían desaparecido, que todas eran solo una, que no había ya
ni una, ni cinco, ni diez, sino solo un amor que buscaba el amor y había
logrado encender el barro.
Pintura de Sciammarella, Santa Teresa.
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