DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Sab 9,13-19; Sal 89, 3-6.12-13.14.17; Flm 9b-10.12-17; Lc 14,25-33)
Valga esta experiencia cotidiana para escuchar el evangelio de hoy, en el que Jesús parecería que está queriendo desilusionar a todos los que le siguen (una gran multitud) al volverse a ellos y afirmar con rotundidad que sin cargar con la cruz y sin renunciar a los bienes no se puede ser discípulo suyo. Y es que, en un mundo de recelos mutuos y enfrentamientos continuos, no se puede amar y mantener el amor como Jesús sin sufrir desengaños, traiciones e incluso violencias; en un mundo sembrado de envidia, codicia, indiferencia y búsqueda del bienestar a cualquier precio, no se puede amar y mantener el amor como Jesús sin poner por delante la vida común a la propia que tiende a ensimismarse con los bienes de este mundo.
No hay letra pequeña en Jesús,
todo está dicho, la verdad en su verdad. Y nosotros hemos de elegir, aunque no
sepamos hacerlo de una vez por todas. Jesús nos permite, como a los discípulos,
ir tras él anestesiados por el mundo (es tanta su paciencia con nosotros), pero
antes o después nos obliga a abrir los ojos y elegir. Decía Madeleine Dêlbrel: “Cuando
se han abierto los ojos a Dios lo difícil es mantenerlos abiertos al mundo”. La
cuestión, entonces, es si ya, poco a poco, vamos eligiendo la única vida que
tiene sustancia y eternidad.
Así pues, como dirá el Señor un par de versículos después: “El que
tenga oídos para oír, que oiga”.
Pintura de Egino Weinert, Cruz de vida.
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