DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Ex32,7-14; Sal 50, 3-4.12-13.17.19; Tim 1,12-17; Lc 15,1-32)

En una famosa canción de Marvin Gaye alguien dice: “Escucha, cariño: No hay montaña tan alta, no hay valle tan profundo, no hay río lo suficientemente ancho… Si me necesitas, llámame, no importa dónde estés, no importa lo lejos que estés… simplemente di mi nombre, estaré allí a toda prisa, no tienes que preocuparte”. ¿Puede decirse algo más? El que habla parece decir que solo escuchará la necesidad y que, a su amor, eso le bastará para moverse. ¿Se puede llegar a más?

Creo que sí, porque ¿y si estuviéramos lejos y no supiéramos llamar o no quisiéramos porque la presencia del que llega nos descubre la miseria a la que hemos llegado? Necesitaríamos alguien que no solo llegara, sino que en su llegada convirtiera nuestra tiniebla en luz, alguien cuya discreción no dejara de envolvernos y cuya cercanía no olvidara la paciencia. Y esto es lo que creo que afirman de Dios los conocidos versículos del salmo 139: “¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? […] si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzarás. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día, la tiniebla es como luz para ti”. Aunque, todavía más, es lo que afirman las tras parábolas que hoy pronuncia Jesús para alentar nuestro camino y para que no desesperemos.

En cualquier caso, el movimiento de Dios siempre tiene una intención: que vistamos su misma vida y nos alegremos en ella. Por eso la gratitud por su misericordia debe transformarse de continuo en un camino esforzado para separarnos de lo que degrada la existencia. Y como sabemos lo que damos de sí, este esfuerzo deberá ir continuamente acompañado de esa oración esperanzada que nos presta el salmo de hoy: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”.

Porque, como la mayoría de nosotros experimentamos, esta visita de Dios que describen las parábolas no es un suceso que nos haya hecho suyos del todo, sino una presencia que trabaja en nosotros sin descanso ni desesperanza. “Señor, no abandones la obra de tus manos”.

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