DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Am 6,1a.4-7; Sal 145,7-10; 1Tim 6,11-16; Lc 16,19-31)

Quizá parezca extraño, pero algunas afirmaciones de Jesús que parecen describir lo que sucederá no son simplemente profecías descriptivas, sino sobre todo advertencias que se ofrecen justamente para que no se cumpla lo que dicen. Así, por ejemplo, sucede con la parábola del juicio final de Mateo 25 o con la parábola que el evangelio nos da hoy para meditar.

Lo que realmente pretende Jesús es que reaccionemos y que la lógica de nuestras acciones no convierta el mundo en una trampa mortal para nuestra vida.

Por eso cuando habla de perdición, de “infierno”, no describe lo que hay o lo que habrá, sino lo que es capaz de crear nuestra vida cuando la degradamos pensando en nosotros mismos, lo que puede devolvernos una vida maltratada en sus relaciones. Por eso lo que de verdad pretende Jesús al pronunciar esos juicios es que no se cumplan, como cuando una madre le dice a su hijo pequeño: “como toques el enchufe te doy una torta”.

Por eso, a mi modo de entender, esta parábola no nos invita en primer lugar a juzgar a los ricos, sino a enfrentarnos a ese deseo de nuestro corazón que siempre quiere más y que no sabe decir basta, aunque esto suponga estrechar el mundo de los que nos rodean; a enfrentarnos a esa indiferencia que se ha instalado en nuestra existencia en la que los que más necesitan son obviados para que podamos seguir viviendo ‘tranquilos’, disfrutando de un mundo que Dios ha creado no solo para mí, sino para nosotros, para todos.

Así lo que dice la parábola que Abraham no hará, enviar a un muerto para avisar porque de nada sirve ante la dureza del corazón del hombre, es curiosamente lo que Dios mismo ha hecho mostrándonos la única vida que se sostiene en pie, la de Cristo, ahora resucitado, que vivió generosamente frente a todos sin dejar que la indiferencia hiciera nido en su corazón. Y esto porque Dios en su designio no pensó un final dividido en cielo e infierno, sino solo en una vida plena para todos alrededor de su Hijo, y no deja de llamarnos, buscarnos y advertirnos para que no la perdamos.


Pintura de San Clemente de Tahull.

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