DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Hab 1,2-3; 2,2-4; Sal 94, 1-2.6-9; 2Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10)

Cuanto más cerca estamos de Jesús más experimentamos la distancia que nos separa de él: la distancia entre su corazón limpio y acogedor y el nuestro lleno de recelos y prejuicios, la distancia entre su libertad y entrega y nuestras ataduras y egoísmos, la distancia entre su alegría y gratitud y nuestra continua melancolía y queja. Y no es extraño que desesperemos de coincidir con él. Sin embargo, esta coincidencia es el destino de nuestra vida pues su vida es el hogar y la forma que Dios ha pensado para nosotros.

Por eso, es necesario que pidamos fe, no solo fe en Dios, sino fe en la obra de Dios en nosotros. Que pidamos al Señor confiar en que Él puede hacer en nosotros y con nosotros obras grandes. Esta fe, con forma de un grano de mostaza, haría que se ensanchara nuestra pequeñez hasta hacerse un espacio acogedor para los que se encuentren con nosotros, como apunta Jesús al hablar de la semilla de mostaza convertida en un árbol donde pueden anidar toda clase de pájaros.

Y este es el verdadero milagro que se realiza en la fe: arrancarnos de nuestros miedos y seguridades y plantarnos en el mar tempestuoso de la vida como suelo firme para los que en un momento determinado apenas pueden sostenerse, como fuentes de aliento para los sedientos de vida, como presencia mullida para los huérfanos de afecto.

La verdadera fe es la que, impulsada por el Espíritu de Jesús, se atreve a gritar hacia el interior de uno mismo: “Arráncate de raíz y, con Cristo, arrójate al mundo sin miedo”.

Si esto es así, se entiende que todo discípulo se dirija al Señor diciendo: “Auméntanos la fe”.


Pintura de ARCABAS, Si el grano de trigo no muere
 

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA CELDA. Jornada pro orantibus - 2023

Los ángeles de la noche (cuento de Navidad)