DOMINGO I de ADVIENTO (Is 2,1-5; Sal 121; Rom 13,11-14a; Mt 24, 37-44)

Hace ya unos años se estrenó El diluvio que viene, un musical alegre, sencillo y un poco blando, que recreaba en nuestros tiempos la misión de Noé. Todo empezaba más o menos como en el evangelio de hoy. La primera canción decía: “Un nuevo sitio disponed…”, y luego continuaba: “La puerta siempre abierta, la luz siempre encendida, el fuego siempre a punto, la mano extendida”. 

A la final el drama se volvía una comedia blanda, pues todo se arreglaba sin diluvio y ¡todos felices! El musical era una especie de cuento de Navidad, pero la Navidad no es un cuento.  El diluvio está entre nosotros, la violencia, que es a lo que el libro del Génesis llama diluvio, está ya extendida entre nosotros, en nuestros pensamientos, sentimientos y acciones… y muchos, como dice el salmo, están gritando ya con el agua al cuello (Sal 69,1-2).

Quizá, los que oímos la palabra del evangelio de hoy, estemos siendo llamados como Noé a convertirnos en constructores de arcas, donde nos acojamos, donde nos recojamos, donde nos protejamos unos a otros. En Navidad celebraremos que el hijo del hombre ya está ahí, ya está aquí, ya está para siempre a nuestro lado como arca de salvación para quien lo quiera acoger, aunque para ello es necesario despertar a su presencia, desearla, darnos tiempo para contemplarla y hacer sitio para él en nuestras vidas demasiado ensimismadas y alimentadas de sí mismas. Este el camino del Adviento.

Si lo conseguimos sucederá que, como termina la canción que citábamos al principio, “él con su amor nos pagará y nos dará calor y alegrará la reunión” en su arca, que nosotros en Navidad llamamos portal.


Pintura de Maria Laughlin, Jesús andando sobre las aguas.

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