DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (2Mc 7,1-2.9-14; Sal 16,.5-6-8-15; 2Tes 2,16-3, 5; Lc 20,27-38)

Una de las formas de vivir el judaísmo de tiempos de Jesús, la de los saduceos, no creía en la resurrección. Les iba demasiado bien para pensar más allá de lo que disfrutaban, más allá de su poder, de su riqueza, de su prestigio. Y esto les nublaba la vista para darse cuenta de que un Dios misericordioso no podía consentir tanta injusticia y tanto sufrimiento y tanta soledad y humillación en el mundo. 

Solo los que se encuentran en esta situación saben que la vida no puede ser esto. Algo en su corazón les dice que la vida debería ser algo más y que Dios no se quedará cruzado de brazos viendo abismarse en la nada a los que el mundo ha empujado a la muerte en vida.

Esto es lo que sabe la madre de los hermanos macabeos torturados y ejecutados por un poder cruel. Esto es lo que saben todas las madres del mundo y la misma humanidad madre de todos, cuyo dolor clama para que se abran las puertas de la vida buena para todos.

Son estas puertas las que se abrieron con la fuerza de resurrección que Dios sembró en el cuerpo sin vida de Jesús y se han convertido no solo para los cristianos, sino para todos los que sufren en el mundo en un motivo de esperanza.

Sin embargo, no es extraño que también entre nosotros exista un cristianismo saduceo que, más allá de las palabras y los ritos que celebra, manifiesta con sus hechos que no cree en la resurrección, que no cree más que en la vida y en los bienes que posee ensimismado e indiferente ante el sufrimiento ajeno.

Pues bien, este no es, desde luego, el cristianismo de Jesús.

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