LA BELLEZA Y LA EVANGELIZACIÓN
No hay nadie que, en algún sentido no sepa reconocer algo de la belleza del mundo, de la belleza de los demás, de la belleza de sí mismo en todos los órdenes de la realidad. Y, sin embargo, quizá hayamos olvidado disfrutar de esa belleza libre que posee el mundo, que se dice y se da a los que la contemplan con pudor y respeto, con amor y benevolencia, y hayamos intentado someter la belleza a nuestra ‘necesidad’ de gloria y vanidad. De esta manera, la belleza en nuestro mundo se identifica con un objeto de lujo que parece que solo pueden poseer quienes tienen dinero, reduciéndose a formas y modos predeterminados por intereses, la mayor parte de las veces, económicos.
Quizá una de las tareas urgentes del cristianismo es volver al pensamiento y la praxis de la gratitud y la gratuidad que son las únicas que nos ayudan a reconocer la belleza que nos saluda a cada paso; que se detiene por un momento para saludarnos y dar un respiro al corazón si no va ajetreado, envuelto solo en lo que hay que hacer, en lo que hay que conseguir, en lo que hay que obtener; que se da a disfrutar a quien sabe perder el tiempo dejando que la realidad, los demás y nuestro propio ser se digan en lo más hondo de sí; que nos abraza y ensancha incluso si va vestida de pobreza y necesidad, porque la verdadera belleza no necesita vestirse de Prada.
Me parece que, demasiado preocupados por la eficacia evangelizadora de nuestra Iglesia (cosa evidentemente necesaria), a veces olvidamos que lo primero es dejarnos vestir por la alegre belleza que Dios nos regala cuando aceptamos revestirnos de Cristo. Quizá entonces alguno pueda preguntarnos, viendo en nosotros un humilde reflejo de la belleza de Dios, lo que preguntaba san Juan a las criaturas: “¡Oh bosques y espesuras/ plantadas por la mano del Amado!, ¡oh prado de verduras/ de flores esmaltado!, decid si por vosotros ha pasado”, y tengamos una verdadera oportunidad para hablar del que hace todas las cosas buenas.
Pintura de Tiffany Calder KIngston.
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