SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS (Num 6, 22-27; Sal 66; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21)
Se abre un nuevo año, con la normalidad que se abre un nuevo día, sin nada especial. Aunque hacemos fiesta, haciendo de este día un día distinto, subrayando que el inicio, todo inicio, coincide con una bendición de Dios que se nos invita a reconocer, a recibir y a entregar. Una bendición que la liturgia recoge del libro de los Números y que la tradición pone en boca de san Francisco cuando bendice al hermano León: “El Señor te bendiga y te guarde; vuelva su rostro a ti y te dé la paz”, quizá para mostrar que era un hombre desbordado por la bendición de Dios y desbordante de esa misma bendición recibida.
En este inicio del nuevo año, los cristianos celebramos la maternidad de María, es decir, su dar a luz a la Luz del mundo. Una Luz que vence a todas las tinieblas, que envuelve todas esas oscuridades que dejan en nosotros la debilidad, las miserias y la torpeza del mundo.
Y “los que escuchaban se asombraban”. Lo escuchaban de boca de los
pastores que venían de la noche y de la intemperie, y que habían descubierto el
abrazo de Dios a sus amenazadas vidas, ese abrazo que tenía la forma de un niño
que era mucho más que un niño, pero se entregaba en esa forma débil,
dependiente... reclamando el amor que llevamos dentro y que apenas sabemos
expresar.
Y María lo pasaba todo por su corazón, como haciendo un nido donde guardar
lo que no hay que olvidar: que Dios se ha acordado de la pequeñez de su
humanidad y la ha abrazado con su grandeza.
Y los pastores alababan y glorificaban, como nosotros en la liturgia
ante este niño que ahora es un poco de pan que se reparte como bendición y que
espera convertirnos en pan de bendición para todos.
Así empieza el nuevo año, así debe empezar cada día, sin que olvidemos
dónde ha recomenzado la vida y dónde alcanza su verdadero sabor y plenitud.
Dibujo de Yelena Cherkasova, Theotocos.
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