DOMINGO I DE CUARESMA. CICLO A (Gen 2, 7-9; 3, 1-7; Sal 50, 3-4.5-6ab.12-13.14y17; Rom 5, 12-19; Mt 4, 1-11)

La tentación es el lugar donde nuestra vida termina por hacerse cristiana. Si bien es en el encuentro con Cristo donde comienza, es solo en la tentación donde se consuma. Por eso, la vida de los cristianos no es una comedia de acción basada en el amor, sino un drama, siempre un drama, en el que el argumento es un combate en el que o se vence o se es vencido. Sin término medio. Decía Orígenes, uno de los grandes teólogos de los primeros siglos de la Iglesia, que “la tentación hacía del creyente un mártir o un idólatra”.

Y así es. Es frente a ella donde podemos hacer que la presencia de Cristo verdaderamente tome verdadera carne y sangre en nuestra vida. Frente a ella hemos de decidir si nos decidimos por ser uno con Cristo o si lo convertimos en algo así como una estampa protectora de nuestros intereses.

Parecería, entonces, que tenemos la partida perdida, pues ¡son tantas las veces que caemos, a veces incluso sin apenas darnos cuenta! Son tantas que la vida de Jesús parece que no tiene posibilidades de arraigar en nosotros. Y, sin embargo, es en la tentación, incluso cuando sucumbimos a ella, cuando podemos dar el paso definitivo hacia Dios. Pues es ahí, justo cuando el pecado de la desesperación sobre nosotros mismos nos absorbe y nos lleva a abandonar a Dios, cuando puede vencerse el aguijón de su veneno si nos entregamos a la misericordia de Dios. Entonces todo se hace nuevo.

Pero, ¡es tan difícil! Por eso no hacemos más que repetir: “No nos dejes caer en la tentación y, si caemos, líbranos del mal de la desesperación”.


Pintura: Salvador Dali, No nos dejes caer en la tentación y libranos del mal

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