DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A (Lev 19, 1-2.17-18; Sal 102, 1-2.3-4.8-10.12-13; 1Cor 3, 16-23; Mt 5, 38-48)

Hay una forma de ser que nos hace amables para los que nos rodean, que nos da un puesto aceptable entre ellos; es una forma de ser que marca un camino común en el que todos, sin apenas ponernos de acuerdo, nos encontramos. Esta forma de ser define la moral común y suele ser muy concreta: Esto es aceptable – esto no / esto se puede decir – esto no / esto se debe hacer – esto no hace falta. Ahora bien, esta forma de pensar y actuar común no siempre apunta al bien, demasiadas veces está atada a la forma de pensar y de vivir de un grupo y también a sus intereses (a veces ocultos).

Para los cristianos, las cosas no son así. O al menos no deberían ser así. Para nosotros la rectitud de la vida la da su capacidad de reflejar la vida misma de Dios. Por eso, lo que se nos pide, aquello que el Espíritu nos susurra desde dentro y la misma vida de Jesús desde fuera, parece siempre excesivo, como vemos hoy en el evangelio. 

La pregunta con la que debemos confrontar nuestra lógica, nuestra sensibilidad, nuestras acciones no es si son aceptadas o rechazadas socialmente, sino si son reflejo de la lógica, la sensibilidad y la forma de actuar de Dios. Porque, como recordaba Mateo un poco antes del texto de hoy, somos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra.

Por tanto, nada de engañarse. No estamos aquí para ser felices sin más (como nos dicen nuestros menajes cruzados), sino para que la vida, la paz, la alegría, la esperanza, el bien que salen de Dios puedan hacerse reales en todo lo que nos toque vivir, en todo lo que toque nuestro pensar, nuestro sentir o nuestro hacer.

Así haremos el bien que hacen los no creyentes (menos no debemos), pero empujaremos el mundo hacia un bien mayor, el bien de la salvación que solo Dios es.


Pintura de Dina Wakley, Silueta

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