DOMINGO II DE CUARESMA. CICLO A (Gen 12, 1-4a; 3, 1-7; Sal 32, 4-5.18-19.20.22; Tim 1, 8b-10; Mt 17, 1-9)

En el monte de la transfiguración, ante las palabras “Este es mi hijo, escuchadlo”, los discípulos “caen de bruces, llenos de espanto”. No se trata de la impresión de una presencia misteriosa y terrible que habla desde la nada, como cuando se tiene miedo de fantasmas y parece que se ven mover cosas… o de cosas por el estilo.

Se trata, más bien, de la impresión que produce la presencia de Dios en la misma vida de Jesús que ha anunciado su pasión. Es esto lo que espanta, que Dios sea bendición justo allí donde no queremos ir, donde no queremos estar. Y lo paradójico es que este “allí” no es otro que la coincidencia con el amor de Dios pese a todo y frente a todo. Esto es lo que alumbra Jesús y lo que los hombres no sabemos vivir y nos espanta, siendo, sin embargo, lo único que nos puede salvar.

Si nos fijamos en la primera lectura de hoy, podríamos traducir las palabras “Sal de tu tierra y de la casa paterna”, que Dios dirige a Abrán, de esta manera: “Sal de tu manera de ser, de lo que has aprendido de la historia de los hombres, y ven a mi forma de ser, así te abrirás a mi bendición, así serás bendición para todos”. Esto es lo que sucede en Cristo en ese monte alto de la transfiguración, que es a la vez el Gólgota, y es allí donde se hace definitivamente luz de vida para todos.

Esto es lo que nos da miedo, porque la cruz que nos salva es la que Cristo mismo nos enseña a habitar con su vida de amor. Desde allí, inclinándose hasta nuestra vida, nos dice: “Levantaos, no temáis”.


Pintura de Macha Chmakoff, Santa Faz.

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