DOMINGO III DE CUARESMA. CICLO A (Ex 17, 3-7; Sal 94, 1-9; Rom 5, 1-2.5-8; Jn 4, 5-42)

Al comienzo del evangelio de hoy, una mujer con un cierto tono irónico le dice a Jesús: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (¿No decís que somos como herejes con los que no hay que relacionarse?)”. Juan juega con esta situación social para afirmar con la misma frase la sobreabundancia del amor de Jesús, que desborda las fronteras que marcamos los hombres en nuestras relaciones. Así la frase cambia de significado y afirma el deseo (la sed) de Jesús de encontrarse con todos para ofrecerles una vida nueva, renovadora. La frase pasa entonces de ser una ironía displicente a mostrar un asombro expectante, que guiará a la mujer hasta encontrar la verdadera fuente de la vida.

Quizá el evangelio pueda hacernos pensar hasta qué punto los cristianos tenemos normalizada la presencia de Dios y de Jesús de forma que ya no nos sorprendemos de su amor gratuito, sobreabundante, ‘loco’ (decía Paul Evdokimov) por nosotros; capaz de abajarse hasta los espacios insanos y sufrientes de nuestra vida para acompañarnos y ofrecernos el camino de la verdadera vida.  

A menudo esta normalización del asombroso don de Cristo hace que este forme parte de nuestra vida como algo más y no como su centro, como la fuente que hay que cuidar y a la que siempre hay que volver para encontrarnos y ser nosotros mismos. Pero él sigue ahí, sentado pacientemente hasta que lleguemos, con sed de nosotros, con un deseo siempre vivo de darnos su propia vida.

Si conociéramos el don de Dios y quién es el que nos espera...


Pintura de Alexander Antonyuk, Jesús y la samaritana

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