DOMINGO IV DE CUARESMA. CICLO A (Sam 16, 1-13a; Sal 22, 1-6; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41)

Cuando se termina de leer el evangelio de hoy queda bien claro que no había un ciego, sino que en la escena no hay nadie que viera. Uno porque no podía, otros porque no sabían y otros porque no querían. En este sentido, el texto de la carta a los Efesios de la segunda lectura empieza recordándoles a los creyentes que antes de encontrar a Cristo vivían en las tinieblas, queriendo o no, sabiéndolo o no, pero así era, como comprendieron cuando les vistió Jesús, que me atrevería a decir (ya que lo dice el mimo evangelio) que viene a coincidir con la luz que aparece en el primer día de la creación destinada a iluminar y llenar de vida todo lo que aparezca en la creación y en la historia.

Es entonces cuando el autor de esta carta pide a sus oyentes: Ahora, pues, “caminad como hijos de la luz”. Que desde el evangelio podría interpretarse como hijos de Jesús, recibiendo de él la forma de mirar que no condena como hacen los fariseos (del texto y de todos los tiempos y religiones); que no se pregunta quiénes son los culpables de las deficiencias de la realidad (como parecen hacer los discípulos que aún no han aprendido a mirar), sino que manchan sus manos de barro como Jesús para crear un mundo nuevo, en especial para los que sufren las deficiencias de este; que no se conforman con sus cegueras y sus límites diciendo “Dios me quiere así”, sino que al escuchar la palabra del Señor se levantan y van a lavarse en el agua viva del evangelio para hacerse fecundos en la forma que Dios quiera.

Y todo esto sucede “mientras caminaba” Jesús y mientras caminamos nosotros, porque todo sucede en la vida cotidiana, es ahí donde lucha la luz contra las tinieblas, y es ahí donde Cristo quiere darnos a luz para la vida verdadera.


Pintura de ARCABAS, El ciego de nacimiento.  

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