DOMINGO DE LA ASCENSIÓN. CICLO A (Hch 1,1-11; Sal 47,2-3,6-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20)
Dios da a cada uno sus cuarenta días para alcanzarle, para venir a conocerle, para llegar a desearle, para presentarse ante su puerta con la confianza de que no solo estará abierta, sino que tras ella habrá un puesto para gozar de la vida.
Cuarenta días con sus cuarenta noches; tiempo de luces y de sombras; de certezas, deseos y dudas; tiempo de esfuerzos propios y sostenimientos mutuos.
Cuarenta días que, a veces, son cuarenta años como pasó con Israel en
el desierto. Cuarenta días que, a veces, duran lo que una conversación como la
de Jesús con el que estaba crucificado a su lado. Cuarenta días que al inicio
de los Hechos de los apóstoles se nos describen como renovación de la enseñanza
de Jesús en Galilea, mostrando ahora que ese camino conducía a una resurrección
que se ofrece a todos; cuarenta días que el evangelio culmina con la subida a
un monte que recuerda fácilmente al de la transfiguración donde se ve la vida
gloriosa que envuelve los cuarenta días de Jesús entre nosotros o al de las
bienaventuranzas que promete esa misma vida para los que se dejen envolver por
su Espíritu.
Al celebrar la ascensión celebramos, de la mano de Jesús, que los días
de nuestra vida, tan luminosos como oscuros por momentos; tan acompañados como
solitarios en ocasiones; tan ligeros como cargados de pesares tienen un futuro
que en Cristo se abre a todos.
Y solo queda interceder unos por otros con las palabras que nos presta
la carta a los Efesios: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, nos dé
espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, ilumine los ojos de vuestro
corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la
riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria
grandeza de su poder en favor nuestro”.
Pintura de Jimmy Lawlor.
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