DOMINGO V DE PASCUA. CICLO A (Hch 6, 1-7; Sal 32, 1-2.4-5.18-19; 1Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12)
¿Qué significa ir al Padre? Y, ¿cuáles son las moradas que hay en él y que Jesús va a preparar? Pensar en un viaje físico que fuera de un lugar a otro terminaría confundiéndonos, de la misma manera que puede confundirnos hablar de ir al cielo.
Ir al Padre es abrirse a la paternidad de Dios, abrirse a una confianza que supera todos los miedos que nos hacen atarnos a las cosas del mundo, a todo aquello que es caduco y que solo nos sostiene en apariencia y por un tiempo. Ir al Padre es atravesar el miedo a no ser nada para descubrir que estamos habitados por una presencia fundante que nos llama a participar de su ser, a compartir su vida, aunque sea atravesando la región sombría de nuestra finitud.
El camino de Jesús, que deja su vida sembrada por donde pasa sin miedo
a perderla, es paralelo a su confianza en este Dios que es Padre, su Padre. Sin
esta confianza que él nos enseña nos agarramos a las cosas y a las personas de
manera compulsiva y las posibilidades de vida que poseemos se estrechan hasta
perderse. Como cuando uno que está aprendiendo a nadar y se deja llevar por el
miedo a no flotar y se agarra a los que le rodean sin quererse soltar. Así no
se va a ningún sitio.
Jesús nos muestra al Padre en esta confianza radical en la que él habita. La paternidad de Dios se manifiesta en él como libertad absoluta, como sobrepasamiento del miedo a perder la vida, como amor que, al darse, no teme perderse. Son las obras que nacen de esta relación íntima las que hablan del Dios verdadero, fuente amorosa e inagotable de vida.
Por eso, seguramente, creer en el Dios que Jesús da a luz en el mundo con su vida confiada y entregada es lo mismo que creer en la resurrección con la que este Dios nos da a luz a la vida plena, a la vida eterna.
Pintura de Michael Torewell, Pastores buscando a Cristo.
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