DOMINGO DEL CORPUS CHRISTI. CICLO A (Dt 8, 2-3.14b-16a; Sal 103; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-58)

En la mecánica clásica hay dos fuerzas del movimiento que parecen oponerse y que, sin embargo, son necesarias en las relaciones entre los cuerpos físicos del mundo: la fuerza centrípeta y la fuerza centrífuga. En la primera el movimiento circular de un cuerpo lo dirige hacia el centro de una especie de espiral que lo concentra. En la segunda sucede lo contrario, el movimiento genera una especie de espiral que separa al objeto del centro ensanchando su recorrido progresivamente. Estas dos fuerzas parecen reunirse paradójicamente en la fiesta del Corpus que celebramos este domingo.

Si hiciéramos una lectura espiritual de las mismas podríamos decir que en esta fiesta somos llamados a concentrarnos en la contemplación de Cristo que se nos da en la celebración de la eucaristía a través de un centro significativo que son el pan y el vino. Ellos son identificados por el mismo Cristo con su vida y su forma de vida. No hay vida cristiana sin esta concentración, sin dejar que esta fuerza centrípeta nos defina.

Por otra parte, en esta fiesta somos invitados a hacer partícipes al mundo de este cuerpo que se une a nosotros para expandirse misericordiosa y creativamente en el mundo. No se trata simplemente de hacer una procesión, que solo es un signo de esta dimensión, sino de percibir que Cristo mismo nos identifica con su propio cuerpo para dar vida al mundo.

Por eso llamamos Cuerpo de Cristo al pan eucarístico que se reparte entre nosotros, y a la Iglesia llamada a repartirse en el mundo, ambos como sacramento del mismo Cristo que abraza el mundo para hacerlo entrar en comunión salvífica con Dios. Si falta alguna de estas dos fuerzas la vida eclesial y la misma celebración se deforman, y sus movimientos descomponen la forma que quiso para ella el Señor.


Pintura de Safet Zec, Pan en las manos

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