DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A (Is 55, 10-11; Sal 64, 10-14; Rom 8, 18-23; Mt 13, 1-23)
En el comienzo del evangelio de hoy hay un gesto significativo de
Jesús. Está sentado junto al mar y cuando una multitud llega a él, antes de
comenzar a enseñarles, se separa subiéndose a una barca. Parece que no quiere
dejarse asimilar por esa multitud y quedar preso de sus peticiones,
expectativas, anhelos, ideas, necesidades…
Y es que Jesús no viene a escuchar, aunque sepa hacerlo como nadie. Él
nace en el corazón mismo del Padre que conoce nuestras necesidades antes y mejor
que nosotros mismos. Él viene como Palabra de Vida que es necesario escuchar y acoger
para entender el mundo y para situarnos en él con verdad y para alcanzar la
vida plena.
La separación es, entonces, una llamada al silencio, a la escucha, a
la atención. Una llamada a poner a Jesús en el centro, y no utilizarlo según
nuestros intereses y luego abandonarlo saciados momentáneamente con algunas
migajas cuando lo que trae es la semilla del Pan de la Vida.
La distancia, además, queda marcada por la barca en la que solo está Jesús.
La gente está a la orilla, como estuvieron los israelitas esperando a cruzar el
mar que les separaba de la tierra prometida. Todo sucede como si Jesús invitara
a que, después de oírle, entraran en la barca (de la Iglesia) para navegar
juntos hacia esa tierra prometida que se abre solo junto a él.
Así pues, antes de escuchar la parábola, y para entender por qué tanta semilla parece perderse en ella, quizá haya que preguntarse si nuestra escucha viene dispuesta a escuchar y acoger a Jesús como la Palabra de la Vida y a subirse a su barca. Que bueno si se dijera de nosotros "bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen".
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