DOMINGO XXVI. CICLO A (Ez 18,25-28; Sal 24,4-9; Flp 2,1-11; Mt 21,28-32)

El evangelio siempre exige conversión. No solo la conversión primera que nos sitúa en el entorno de Jesús como oyentes admirados y deseosos de que su palabra se haga vida en el mundo. Conversión continua, decisiones concretas frente a la inercia de la vida, porque todos sabemos que nuestra vida tiene sus propias razones, claras o escondidas, para vivir a su ritmo sin que el evangelio sea más que un barniz.

Sabemos que Dios nos ama, pero no le damos tiempo para que nos lo diga personalmente porque no terminamos de creer en la oración y tomárnosla en serio. Sabemos que solo Cristo es la palabra definitiva que discierne nuestros sentimientos, pensamientos y acciones para situarlas en su lugar, pero no damos tiempo a su historia para que dialogue con la nuestra de verdad y discierna sobre la carne de nuestros pasos. Sabemos que él nos espera en los que anhelan un poco de vida en cualquiera de sus formas, pero nos conformamos con limosnas (de tiempo, palabras o dinero) que encubren nuestra indiferencia. Sabemos que nos quiere juntos, tan juntos como su mismo y único cuerpo, pero trampeamos la cuestión diciendo que celebramos su misma presencia mientras nos juzgamos unos a otros con prejuicios acusadores según grupos e ideologías religiosas o políticas. Cuantas veces degradamos el lenguaje con el que decimos querernos convertir o con el que decimos que estamos convirtiéndonos (por ejemplo el de la evangelización de hace unos años o el de la sinodalidad de ahora). Y hablamos para que las cosas parezcan distintas mientras todo sigue igual.

Pues bien, el evangelio de hoy es claro. Nosotros los cristianos lo oímos y lo pronunciamos a cada paso, pero la pregunta verdadera es si nos abismamos con confianza en él. 


Pintura de Berna López, Creed en mí

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA CELDA. Jornada pro orantibus - 2023

Los ángeles de la noche (cuento de Navidad)