DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (Sam 3,3b-10. 19; Sal 39, 2-10; 1Cor 6,13c-15a.17-20; Jn 1,35-42)

Muchos nos han presentado a Jesús. Muchos nos han hablado de él. Muchos nos lo han dejado representado en relatos, cuadros, tallas, películas. Muchos nos lo han acercado con sus gestos. Y lo han hecho porque para ellos se había convertido en el lugar de reposo de sus fatigas; en aliento e impulso de futuro; en palabra que iluminaba las preguntas de su corazón.

Y muchos de nosotros hemos dado algunos pasos tras Jesús, unos más y otros menos. Pero, ¿no se ha impuesto demasiado la inercia? Al comienzo del tiempo ordinario, en el corazón mismo de nuestra vida ordinaria, Jesús, sin intermediarios, se vuelve (si es que queremos pararnos a reconocerlo) y nos pregunta: “¿Qué buscáis?”. ¿Quién sabe decirlo? Porque buscamos lo que ya tenemos, la vida. Aunque la buscamos en una forma que se nos escapa de las manos. Intuimos que él la posee por su dominio de sí, su serenidad, su alegría, su honestidad, su compasión, su confianza en Dios, su saber decir y su saber callar, su dejar ser y hacer ser a los que les rodean…

Y, quizá también intuyamos la invitación: “Venid y veréis”. Porque, ¿cómo comprenderíamos desde fuera? Y si vamos, porque ir se concreta inicialmente en esto, en dar tiempo y espacio al encuentro, la vida ordinaria puede empezar a llenarse de algo extraordinario, y podremos decir: “¡Hemos encontrado al Mesías!”.

Hoy el evangelio nos invita a volver al principio, aunque creamos que estamos ya a medio camino y ese principio está resuelto; a percibir nuestras preguntas y a volver a acoger con seriedad la invitación de Jesús a ir con él.


Pintura de Berna López, ¿Qué deseáis?


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