REFLEXIÓN PARA DOMINGO II DE CUARESMA (Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18; Sal 115; Rom 8, 31b-34; Mc 9, 2-10)
Hace seis días
escuchábamos como Jesús brotaba en el desierto del mundo como un árbol de vida
inmunizado contra el veneno de las tentaciones. Hoy, seis días después, el
evangelio de este segundo domingo de cuaresma comienza con la expresión “seis
días después”. Curioso. ¿Acaso querrá decir algo? Conocemos un episodio en el
que lo que sucede seis días después tiene una densidad especial: el relato de
la creación de Génesis 1. Al principio todo es caos y confusión, pero la palabra
luminosa de Dios va haciendo su trabajo hasta que su gloria reposa, seis días
después, abrazando toda la creación.
Ahora el caos es el desierto de la historia. Un caos que se ha concretado, unos versículos antes, en el anuncio de la pasión inevitable y en la necesidad de un seguimiento crucificado que venza las presiones del mundo y las tentaciones con las que nos envenena desde dentro (8,31-37). Pues bien, a los seis días de este desierto Cristo aparece envuelto, como anunciaba el relato de la creación, con una luz de vida que no es sino el manto de la resurrección. Y es esta resurrección la que se les da a conocer a los discípulos (y a nosotros) para tener fuerza de vida para alcanzar la Vida
Seguramente, en ocasiones viviremos desconcertados, sin entender ni saber llevar el peso de la vida, incluso si Cristo se nos ha anunciado como luminosa presencia viviente y salvadora, como les pasa a los discípulos, pero llegará el día en que, a pesar de nuestra pequeñez y debilidad, el Señor envolverá con su luz de vida el centro de nuestro ser y todo quedará cumplido. Los seis días de esta vida dura, azarosa y torpe habrán pasado y el eterno séptimo día de Dios lo habrá inundado todo con su plenitud de amor.
Pintura de James Coburn, Transfiguración.
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