DOMINGO III DE CUARESMA (Ex 20,1-17; Sal 18,8-11; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25)

Una parte de nuestra vida está estructurada por relaciones contractuales: yo te doy, tú me das; yo te doy más o menos y tú me das en proporción. Estas relaciones, además, funcionan en muchos casos con la práctica del regateo. Desgraciadamente, no pocas veces, terminamos pensando que toda relación funciona y debe funcionar así. De esta manera, la vida se convierte en un mercado y las relaciones fundamentales de la vida, las importantes, se degradan. Y esto sucede también en nuestra relación con Dios.

Seguramente es esto lo que escandaliza a Jesús al entrar en el templo, y no tanto si se vende esto o aquello o alguno hace un negocio con más ganancias de la cuenta. Se trata de haber reducido el trato con Dios a un negocio: Él me da - yo le doy; Él no me da - ¿para qué sirve, entonces?

Los cristianos somos invitados a destruir este templo y entrar en el verdadero templo que es la vida de Jesús, que se expresa en la eucaristía, donde Cristo es una pura acción de gracias al Padre y don de amor a los hombres según su voluntad, y donde todo está impregnado de una confianza que sabe esperar, sufrir y celebrar sin regateos. Pero hemos de decir que el ser humano es duro de corazón e incluso la eucaristía la reduce a un objeto de intercambio.

Hoy se nos invita a convertir nuestra relación con Dios y modelarla desde la confianza y la generosidad. En este sentido la conocida oración de Charles de Foucauld es ejemplar: “Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo. Lo acepto todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en mi y en todas tus criaturas. No deseo nada más Padre. Te encomiendo mi alma, te la entrego con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre”. Este es el camino de la vida y de la resurrección.


Pintura de Gerard van de Kamp, Ofrenda.

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