DOMINGO V DE PASCUA (Hch 9, 26-31; Sal 21, 26b-32; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)
Si diéramos un mínimo paseo por entre los salmos, si los pusiéramos en nuestra boca con tiempo y atención, veríamos -esta es la experiencia de todos los que lo han hecho y lo hacen- que no hay nada que nuestro corazón sienta que no esté expresado en ellos ante Dios. Alegría y pena, sosiego y rabia, exigencia y aceptación, quejas y alabanzas, rebeldía y sumisión, vergüenza y orgullo, búsqueda anhelante y conciencia de estar en casa frente a Dios. Todo. Como si Dios hubiera querido recoger esas palabras para que supiéramos que nunca estamos sin él, que nada de lo que sentimos le es ajeno. Sin embargo, sabemos hasta qué punto nuestro corazón queda preso de sentimientos que no nos permiten avanzar hacia posibilidades que se abren en nuestra historia, que no nos permiten avanzar en relaciones de las que dependería nuestro crecimiento, que no nos permiten acoger la llamada a una plenitud que viene insistentemente de Dios mismo. En esos momentos las palabras que pronunciamos en nuestro interi