DOMINGO III DE PASCUA (Hch 3, 13-15.17-19; Sal 4, 2-9; 1Jn 2, 1-5a; Lc 24, 35-48)

La presencia del resucitado acontece en los evangelios en el marco de un mundo oscurecido por el mal, por la culpa, por el vacío. Su presencia se va haciendo sitio en este mundo envuelto en tinieblas de múltiples caras. Todo sucede como si la luz de vida y amor con la que Dios quiso envolver su creación desde el primer día, se hubiera eclipsado con la muerte de Jesús.

Quien conoce el mundo en su vitalidad, en sus posibilidades, en sus afectos, sobre todo quien lo conoce de la mano de Cristo, antes o después se topa con la tristeza de sentirlo atravesado por una resistencia que parece destruir todo lo bueno o no dejarlo nacer. Cuanta más luz de vida experimentada, mas tristeza de muerte sentida.

Es en este camino de alegrías entenebrecidas donde los discípulos han encontrado a Jesús y donde han sido renovados, y es esto lo que cuentan: su nueva presencia les ha renovado con el aliento de la esperanza, con pan de la vitalidad eterna, con vino de una alegría que desborda todo dolor. Jesús, en este camino, ha enseñado a sus discípulos las heridas mortales de su cuerpo llenas de vida para que en ellas las suyas no les roben la vida, les muestra su presencia traicionada y ofrecida de nuevo para que bajo su sombra no desesperen bajo el peso de la culpa. Y ahora ellos es como si pudieran ver el sol en medio de la noche.

En el Salmo de hoy se escucha: “¿Quién nos hará ver la dicha si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?”, pero los discípulos sobrepuestos no dejan de contar o de proclamar: ¿Quién nos apartará de la alegría si la luz de tu rostro, venciendo todo eclipse, se ha entregado viva a nuestros ojos?


Pintura: Jesús resucitado, The Benedictine Sisters of Turvey Abbey

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA CELDA. Jornada pro orantibus - 2023

Los ángeles de la noche (cuento de Navidad)