DOMINGO II DE PASCUA (Hch 4, 32-35; Sal 117, 2-24; 1Jn 5, 1-6; Jn 21, 19-31)
Después de que el alba parece haberse hecho con el día, vuelve a anochecer. Después de que Jesús resucitado se ha ofrecido como sol eterno de vida para todos, aparecen de nuevo las sombras de la muerte. Así empieza el evangelio de este domingo segundo de Pascua.
Los discípulos encerrados con miedo al mundo, incrédulos de que la resurrección sea cierta o que signifique algo real para la vida del mundo. ¿No es este nuestro problema permanente? Pero, quien tiene miedo termina por adaptarse al discurrir fáctico de las cosas, porque cree que es la única forma de sobrevivir. “No hay más cera que la que arde”, decimos; “o te haces fuerte o te comen”, pensamos. Esta es la razón por la que los cristianos nos parezcamos tanto en nuestra forma de vida a los que no lo son.
Y solo hay una
salida, dejar alguna rendija en nuestro miedo y en nuestro pecado para que el
Señor pueda hacerse presente como quien realmente se dirige personalmente a
cada uno invitándonos a ver en él el futuro: ver todas las heridas del mundo
curadas en las suyas y todos los pecados perdonados en su amor que vuelve
siempre a recogernos. Hay futuro pues para el pecado y para la muerte. “La paz
esté con vosotros”
Así pues, realmente
hay poco que celebrar de la resurrección si no se convierte en una fiesta del
encuentro con Cristo. O, dicho de otra forma, sin vida de relación con Cristo
(de oración) estaremos siempre demasiado atados a la incredulidad, al miedo y
al pecado como para vivir la alegría de la resurrección y los compromisos de la
fe.
Pintura de Roberto López López, La paz sea con vosotros.
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