DOMINGO VII DE PASCUA. ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Hch 1, 1-11; Sal 46, 2-9; Ef 1, 17-23; Mc 16, 15-20)

¿Dónde está el cielo? Es evidente ya que no está en la parte alta del universo, pues el universo no tiene parte alta. Por otro lado, tampoco se puede decir que está en otro sitio, pues si el cielo es el espacio donde Dios se encuentra no hace falta ir a ningún sitio especial para estar junto a Él. Lo que sí se puede mantener es que aparece allí donde la vida no está sometida a ninguna de las fuerzas de muerte que habitan el mundo. Por eso, podemos decir que es Dios mismo, porque Dios es vida y vida que se da en movimiento sin fin, con un deseo de que todo sea colmado de sobreabundancia de forma que produce alegría y nada más que alegría (este seguramente sea el sentido del canto de los ángeles, del que a veces hablamos para describir el cielo).

Esta es la razón por la que en determinados momentos decimos que tocamos el cielo, porque experimentamos la vida solo como vida dada, acogida, compartida, creativa, sobreabundante, sin fronteras de ningún tipo, sin nada que la limite o la frustre. Momentos sacramentales que nunca duran mucho tiempo, como susurros de la eternidad, que vienen de más allá del tiempo, de esa vida donde Dios se hace cargo de todo como Jesús mostraba, donde Dios no se olvida de nadie como hacía Jesús, dónde Dios se convierte en refugio y el mal ya no puede seguir corroyendo la historia, donde Dios es alegría sin límite como experimentaban los pequeños al lado de Jesús.

Es este el cielo que hizo descender Jesús por unos momentos sobre la historia para luego eternizarlo como promesa abierta para nuestras vidas. Y esa es la ascensión que celebramos, que ahora en él no hay ningún “principado, poder, fuerza y dominación” que pueda robarnos definitivamente el futuro que susurra nuestro más profundo deseo de vida y amor, y que es la voz misma de Dios.  


Pintura en Biblia: Salmo 16,11.

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