Así como la alegría apenas necesita ser pensada, la tristeza abre preguntas abismales y no se puede sufrir sin pensar, sin que el dolor mismo levante en nuestros pensamientos dudas, quejas, interrogantes sobre la sustancia de este mundo que, por momentos, se hace cruel sin ninguna razón. Este, en el que vivimos la muerte de Javier, recién ordenado, es uno de ellos. Cuando los cristianos vamos a la Escritura a buscar consuelo, no encontramos respuestas, encontramos hombres y mujeres que han sufrido ante Dios clamando a él con palabras, con lágrimas, con silencios y con gritos, sin encontrar habitualmente más que una presencia que acogía su dolor y abría una promesa que ayudaba a resistir confiando por encima de toda razón. ¿No rezamos así los cristianos ante la cruz? Como ahora Javier, hace veintiocho años, Valentín, otro cura de esta diócesis de mi curso al que tantos queríamos y en el que la diócesis había puesto tantas esperanzas, se ahogó. Me resisto a creer que Dios tenía este pl...
“Creéis que he venido a traer paz al mundo? Pues no. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!”, dice Jesús en el evangelio de hoy. ¿Quién de nosotros, los creyentes, no ha experimentado, cuanto más se acerca a Dios, que la paz que buscamos en él se mezcla con un temor difuso? No se trata de miedo al castigo por ser unos pecadores, porque cuanto más nos acercamos a él más lejos estamos de esas ideas primarias de un Dios iracundo y arbitrario. No, se trata de la conciencia de que Dios para habitarnos, para llenarnos de su paz, tiene que destruir todo lo que en nosotros no coincide con su amor, todo lo que son apaños para buscarnos la vida, apaños muchas veces tramposos y miserables. Por eso, la mayor parte de nosotros, los creyentes, vive en ese lugar intermedio donde reina la mediocridad. Y, por eso, cuanto más se acerca Dios a nuestras vidas más sentimos que todo se descompone. Esto sucede cuando se nos predica un amor como el suyo, cuando se nos pre...
¿Para qué sirve Dios? Antes de nada, para arrancarnos de nuestras idolatrías, para que no adoremos la obra de nuestras manos como si en ella estuviera el poder de la vida, de la alegría y del sentido, y así ahoguemos nuestra humanidad. Muchas cosas hacemos cada uno de nosotros y muchas de ellas muy buenas, pero, como dice el libro del Eclesiastés, después de examinar los trabajos de los hombres: “Comprendí que todo es vanidad y caza de viento” (1,14), que nada puede darnos una vida plena y definitiva. En la idolatría nos agarramos a las cosas y a las personas (a nosotros mismos, en ocasiones) como si de ellas dependiera nuestra permanencia en la vida, su gozo continuo y su valor. Sin embargo, antes o después nos encontramos con la realidad, porque nada ni nadie puede dar lo que no tiene. Aun así, solemos vivir fascinados por el brillo fugaz de las cosas, de las personas y de nosotros mismos, disfrutándolo con la angustia de perderlo o envidiándolo y resentidos por no poseerlo. Per...
Comentarios
Publicar un comentario