DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ez 2, 2-5; 23-24; Sal 122, 1-4; 2Cor 12, 7-10; Mc 6, 1-6)
No
fue fácil reconocer la presencia de Dios en Jesús. Estaba demasiado pegada a la
vulgaridad de nuestras cosas. No fue fácil. Solo había que mirar a sus
parientes para desconfiar de que Dios se hiciera presente en él. Y, sin embargo,
algo había en él que sorprendía, que atraía, que provocaba, que no dejaba
indiferente a nadie. Pero este algo podía caer del lado del seguimiento o del
escándalo.
Y
así sigue siendo. ¿No somos hoy sus hermanos, los creyentes, demasiado vulgares
también? Y ¿no difuminamos igualmente, con esta vulgaridad tan pegada a la vida
del mundo, el brillo de su presencia y de su gracia? ¡Tantos se escandalizan al
tropezar con este envoltorio que lo hace presente hoy y que somos nosotros mismos!
Y,
sin embargo, aquí se muestra la humildad y la misericordia de su presencia que
habita en el mundo como una semilla a la que no terminamos nunca de dejar nacer,
pero que, incluso así, va fecundando pacientemente la vida del mundo.
Y a nosotros nos toca, como a los discípulos de los primeros tiempos,
avergonzarnos por no estar a la altura de su elección y, a la vez, cantar sus
maravillas: esta maravilla de su amor sobreabundante al que no le importa tocar
el barro y con él hacer los adobes de un palacio cuya forma depende solo de su Espíritu.
Pintura de Jerry Bacik, The Body of Christ.

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