DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Jer 23, 1-6; Sal 22, 1-6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34)

¿Cómo se puede descansar en un deserto?, porque esto es lo que les propone Jesús a los discípulos cuando vuelven a él después de la misión que les había encomendado. Es necesario pensar esto, porque el desierto es un lugar de muerte y allí el descanso remite a otra cosa: “Descanse en paz”, decimos. ¿Descansar en la muerte? ¿Es esto lo que quiere decir? Quizá sí, pero ¿en qué sentido?
Los trabajos humanos nos agobian en especial por dos cosas. Porque son excesivos para nuestras fuerzas, es decir se nos imponen desmedidamente por parte de otros, o porque pretendemos hacer más de lo que podemos para dominar y exprimir nuestro espacio de vida. Es decir, por la opresión y porque no medimos nuestras fuerzas. Una y otra razón se apoya en que queremos hacer de nuestro el mundo un paraíso y, sin embargo, este termina siempre por ser un desierto de muerte. Pero esto no lo pensamos, vivimos como si fuéramos eternos o como si pudiéramos serlo a base de nuestro esfuerzo.
Es aquí donde aparece el desierto como lugar terapéutico, lugar donde vemos quiénes somos realmente, que nuestro trabajo debe apoyarse en el trabajo del creador confiadamente y que todo lo que hacemos debe sembrarse en su corazón eterno pues solo con su fuerza y en su vida tendría futuro. El desierto, entonces, cuando encontramos en él a Dios, nos da una sabiduría práctica porque nos hace humildes y a la vez confiados, y así los trabajos de nuestros días, incluso si son cansados, no nos agobiarán.
Seguro que no hará falta decir que este desierto coincide con la oración radical, la silenciosa, la que se hace consciente de un Dios siempre presente frente al que solo somos una obra de sus manos, finita, torpe, pero amada y protegida.    


Pintura de Shallie Garber, Arenas del tiempo

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